viernes, 22 de octubre de 2010

Cameron mutila el Estado de bienestar


¿Política económica o simplemente política, política en estado puro? O quizás solo una apuesta, como denunciaron ayer los laboristas pero como parecen pensar también algunos analistas no necesariamente muy alejados de la ideología conservadora. Sea por lo que sea, el Partido Conservador británico dio ayer cuerpo al mayor recorte del gasto público que se recuerda en Reino Unido desde la II Guerra Mundial, al mayor ajuste del Estado del bienestar jamás acordado en un solo día por un Gobierno británico. Y, aunque la motivación oficial es económica, puede acabar marcando políticamente la legislatura que acaba de empezar.
    "Hoy Gran Bretaña da un paso atrás al borde del abismo", dice Osborne
    Lo que no se sabe aún es en qué sentido la va a marcar. Lo que sí se sabe es que casi medio millón de trabajadores del sector público van a perder su empleo. Que el Estado de bienestar británico va a verse reducido en más de 19.000 millones de libras al año (21.600 millones de euros). Que las tasas universitarias se van a multiplicar. Que los ejércitos británicos van a perder efectivos humanos y materiales. Que conseguir una vivienda social va a ser mucho más caro. Que hombres y mujeres van a tener que trabajar hasta los 66 años antes de poder cobrar una pensión pública.
    Se sabe también que los departamentos ministeriales van a ver reducido el gasto corriente en un 19% en los próximos cuatro años. Algunos, como el Foreign Office, casi una cuarta parte. Otros, como Educación o Sanidad, se van a ver afectados mucho menos porque los conservadores se comprometieron a respetar esas partidas para conseguir el apoyo de los británicos en las pasadas elecciones.
    El canciller del Exchequer y responsable del Tesoro, George Osborne, adoptó ayer tonos dramáticos al presentar el ajuste en la Cámara de los Comunes. "Hoy es el día en que Gran Bretaña da un paso atrás al borde del abismo", dijo. "Abordar el déficit presupuestario es inevitable. Renunciar ahora a eso y abandonar nuestros planes sería un camino a la ruina económica", añadió. "Tenemos la peor herencia económica de la historia", dramatizó. "Tenemos que tomar decisiones duras para asegurarnos de que la catástrofe económica de los anteriores Gobiernos no se repita", insistió.
    Argumentos, en realidad, más políticos que económicos. Nadie en Reino Unido discute que hay que reducir el déficit público. Ni siquiera los laboristas. El debate, hace meses pero todavía ahora, es hasta dónde tiene que llegar la tijera en un momento en que la recuperación económica es todavía frágil. "El canciller nos presenta una vez más su propuesta de recortar los déficits fiscales y de reducir la presencia del gasto público en el PIB como algo inevitable. En realidad, no es así. No era necesario concentrarse tanto en el ajuste o el gasto. Eso era una opción. Yo podría estar en general de acuerdo con eso. Pero es tanto una decisión política como una necesidad económica", escribía ayer mismo Martin Wolf, legendario comentarista del Financial Times y nada sospechoso de izquierdismo.
    Wolf va aún más allá y enfatiza que, aunque Osborne tenía razón al subrayar ayer que los tipos de interés de las emisiones de deuda británica se han reducido desde que los conservadores están en el poder, el diferencial con la deuda de Estados Unidos a 10 años ha crecido desde entonces "a pesar de que Estados Unidos no tiene una política de consolidación fiscal y Reino Unido sí".
    El comentario de Martin Wolf tiene interés no solo porque procede de un analista pro-mercado sin especial simpatía por el Partido Laborista, sino porque enfatiza el hecho crucial de que en realidad el empeño del Gobierno británico por un ajuste tan brutal, que quiere eliminar el déficit público estructural en cuatro años y dejar en el 3% en ese periodo un déficit que ahora supera el 11% del PIB es, sobre todo, una apuesta. Una apuesta económica, pero también una apuesta política.
    Si la economía británica crece con rapidez a pesar de la retirada de los estímulos públicos, el sector privado absorbe la pérdida de empleos en el sector público y los ingresos de Hacienda mejoran hasta el punto de permitir a la coalición suavizar el ajuste con unas cuantas golosinas fiscales de cara a las próximas elecciones, George Osborne habrá ganado esa apuesta y será coronado como un genio de las finanzas y, sobre todo, de la política.
    Pero si ocurre lo contrario, si la situación económica empeora, el paro aumenta, el descontento social se extiende y el Gobierno se convierte en chivo expiatorio de una crisis que la opinión pública tiende a poner en el debe de los banqueros pero también del Partido Laborista, Osborne habrá perdido su apuesta, el primer ministro David Cameron verá peligrar su cada vez menos revolucionaria revolución conservadora y los liberales-demócratas se verán atrapados entre la espada de un socio de Gobierno al que no aman y una pared que puede acabar aplastando su futuro político.
    El de ayer en los Comunes era aparentemente un ejercicio económico, una batalla entre quienes creen que de estas crisis se sale reduciendo el gasto público y quienes piensan que ese fue el gran error de los años treinta. En realidad, todo era pura política.


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