por Guillermo Rodríguez Rivera.
Desde el siglo XIX, los Estados Unidos empezaron a extender sus fronteras más allá de las 13 colonias que se habían fundado al este de la América del Norte.
La expansión tuvo diversos expedientes: desde la compra, como ocurrió con la francesa Louissiana, hasta la guerra, que hizo perder a México casi la mitad de su territorio. La historia pasó por el exterminio y luego el acorralamiento de los primitivos habitantes de Norteamérica en unas reservas al oeste de la que sería la gran nación.
Dicen sus propios voceros que se fundó allí la primera democracia moderna. La modernidad radica en la fecha de su fundación, pero esa democracia no se diferenciaba en casi nada de la vieja democracia ateniense, como no fuera en que no tenía dramaturgos como Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Como la de Atenas, era una democracia para sus ciudadanos libres; como la griega, era también una democracia esclavista. La noble declaración de independencia que proclama that all men are created equal and they are endowed by their creator with certain unalienable rights, no valía para los negros capturados en las costas de África que los mercaderes trajeron y vendieron durante un siglo de democracia, Bien temprano quedaba inaugurado el doble rasero y la hipocresía. El “digo una cosa y hago otra”.
Cuando se opuso en 1890 a la unificación monetaria de los países hispanoamericanos con los Estados Unidos, José Martí advirtió que esa unión sólo se produciría para subordinar nuestros países a los intereses de la poderosa América del Norte, porque los Estados Unidos
Creen en la superioridad incontrastable de “la raza anglosajona
contra la raza latina”. Creen en la bajeza de la raza negra, que
esclavizaron ayer y vejan hoy, y de la india, que exterminan. Creen
que los pueblos hispanoamericanos están formados principalmente
de indios y de negros. (*)
La doctrina del panamericanismo se instituyó y se convirtió en la base ideológica de la Organización de Estados Americanos (O.E.A.) sobre el supuesto del incontestable liderazgo norteamericano que suponía el irrestricto respeto a los intereses de los Estados Unidos y de sus numerosísimas posesiones diseminadas por todo el continente. La OEA se funda después de la ONU, tras la Segunda Guerra Mundial. Para ese momento, los Estados Unidos han recorrido un largo camino de dominación que ha incluido el establecimiento de execrables gobernantes (Trujillo, Somoza, Batista) y el derribo de gobiernos democráticamente electos (su epítome fue la conspiración de la CIA para derrocar al presidente Jacobo Árbenz, de Guatemala, por haber hecho una reforma agraria) que no cumplían exactamente lo que la metrópoli norteamericana establecía.
Como el rostro guatemalteco de la invasión, la Agencia Central de Inteligencia escogió al coronel Carlos Castillo Armas quien, precisamente, había sido derrotado en las elecciones por Jacobo Árbenz. El coronel de la CIA no llegó a invadir Guatemala: sólo situó su tropa de exiliados en territorio hondureño, frente a la frontera guatemalteca, mientras los aviones norteamericanos bombardeaban Ciudad Guatemala hasta que el ejército del país le exigió la renuncia al presidente.
Castillo Armas inauguró la primera de una serie de tiranías que duraron veinte años y que cometieron crímenes sin cuento contra todo lo que pareciera aproximarse a la izquierda en Guatemala. Cardoza y Aragón cuenta de prisioneros arrojados vivos en los cráteres de los volcanes.
Hace ahora medio siglo que esa historia empezó a terminar. No digo que terminó entonces completamente, porque el poderío yanki había sido demasiado absoluto, demasiado brutal como para que pudiera cesar de golpe.
Apenas cuatro años después, miles de marines desembarcan en Santo Domingo para impedir que un movimiento constitucionalista reponga en el poder al liberal Juan Bosch, electo por el pueblo y derrocado por los militares.
Doce años después de esa fecha de 1961, en setiembre de 1973, el demócrata Henry Kissinger, honrado nada menos que con el Premio Nóbel de la Paz, organizó junto a la CIA, el golpe de estado que colocó en el poder al fascismo chileno, en la persona del general Augusto Pinochet, y asesino a miles de chilenos.
Tres años después las democracias argentina y uruguaya eran abatidas y decenas de miles de jóvenes en esos países, eran simplemente “desaparecidos”.
Tras la masacre a la izquierda latinoamericana, los gobiernos de Estados Unidos pensaron que la democracia podía ser restaurada, porque ya no quedaban comunistas que la pusieran en peligro.
Pero he aquí que otros izquierdistas aparecían y ahora triunfaban en elecciones pluralistas, porque los pueblos se cansaron de seguir en manos de los administradores yankis que decían ser sus compatriotas.
Desde el radical Hugo Chávez, contra el que ensayaron un golpe de estado fallido, hasta el liberal Mel Zelaya, al que derribaron del poder, pero concientizando a un pueblo que salía a la calle para defender sus derechos.
De una manera u otra, en Argentina, en Bolivia, en Venezuela, en Uruguay, en Paraguay, en Brasil, en Ecuador, aparecían gobiernos que, con mayor o menor intensidad, se desmarcaban de la política norteamericana que, a la inversa, llegaba a su más deplorable ceguera con el gobierno de George W. Bush.
Es perfectamente coherente que (sean más o menos radicales) esos gobiernos todos, tienen una referencia en ese cambio de la historia que se inició, nadie lo dude, el 19 de abril de 1961, cuando los milicianos cubanos – obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales – abatían la tropa que, en Bahía de Cochinos, intentaba repetir la aventura guatemalteca de 1954, y que tenía su derrota definitiva en las arenas de Playa Girón. Hace ahora, cincuenta años.
La Revolución Cubana demostró que se podía. Nunca nos lo han perdonado.
(*) José Martí: “La Conferencia Monetaria de las repúblicas de América”, en Letras fieras, Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1981, p. 168.
Desde el siglo XIX, los Estados Unidos empezaron a extender sus fronteras más allá de las 13 colonias que se habían fundado al este de la América del Norte.
La expansión tuvo diversos expedientes: desde la compra, como ocurrió con la francesa Louissiana, hasta la guerra, que hizo perder a México casi la mitad de su territorio. La historia pasó por el exterminio y luego el acorralamiento de los primitivos habitantes de Norteamérica en unas reservas al oeste de la que sería la gran nación.
Dicen sus propios voceros que se fundó allí la primera democracia moderna. La modernidad radica en la fecha de su fundación, pero esa democracia no se diferenciaba en casi nada de la vieja democracia ateniense, como no fuera en que no tenía dramaturgos como Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Como la de Atenas, era una democracia para sus ciudadanos libres; como la griega, era también una democracia esclavista. La noble declaración de independencia que proclama that all men are created equal and they are endowed by their creator with certain unalienable rights, no valía para los negros capturados en las costas de África que los mercaderes trajeron y vendieron durante un siglo de democracia, Bien temprano quedaba inaugurado el doble rasero y la hipocresía. El “digo una cosa y hago otra”.
Cuando se opuso en 1890 a la unificación monetaria de los países hispanoamericanos con los Estados Unidos, José Martí advirtió que esa unión sólo se produciría para subordinar nuestros países a los intereses de la poderosa América del Norte, porque los Estados Unidos
Creen en la superioridad incontrastable de “la raza anglosajona
contra la raza latina”. Creen en la bajeza de la raza negra, que
esclavizaron ayer y vejan hoy, y de la india, que exterminan. Creen
que los pueblos hispanoamericanos están formados principalmente
de indios y de negros. (*)
La doctrina del panamericanismo se instituyó y se convirtió en la base ideológica de la Organización de Estados Americanos (O.E.A.) sobre el supuesto del incontestable liderazgo norteamericano que suponía el irrestricto respeto a los intereses de los Estados Unidos y de sus numerosísimas posesiones diseminadas por todo el continente. La OEA se funda después de la ONU, tras la Segunda Guerra Mundial. Para ese momento, los Estados Unidos han recorrido un largo camino de dominación que ha incluido el establecimiento de execrables gobernantes (Trujillo, Somoza, Batista) y el derribo de gobiernos democráticamente electos (su epítome fue la conspiración de la CIA para derrocar al presidente Jacobo Árbenz, de Guatemala, por haber hecho una reforma agraria) que no cumplían exactamente lo que la metrópoli norteamericana establecía.
Como el rostro guatemalteco de la invasión, la Agencia Central de Inteligencia escogió al coronel Carlos Castillo Armas quien, precisamente, había sido derrotado en las elecciones por Jacobo Árbenz. El coronel de la CIA no llegó a invadir Guatemala: sólo situó su tropa de exiliados en territorio hondureño, frente a la frontera guatemalteca, mientras los aviones norteamericanos bombardeaban Ciudad Guatemala hasta que el ejército del país le exigió la renuncia al presidente.
Castillo Armas inauguró la primera de una serie de tiranías que duraron veinte años y que cometieron crímenes sin cuento contra todo lo que pareciera aproximarse a la izquierda en Guatemala. Cardoza y Aragón cuenta de prisioneros arrojados vivos en los cráteres de los volcanes.
Hace ahora medio siglo que esa historia empezó a terminar. No digo que terminó entonces completamente, porque el poderío yanki había sido demasiado absoluto, demasiado brutal como para que pudiera cesar de golpe.
Apenas cuatro años después, miles de marines desembarcan en Santo Domingo para impedir que un movimiento constitucionalista reponga en el poder al liberal Juan Bosch, electo por el pueblo y derrocado por los militares.
Doce años después de esa fecha de 1961, en setiembre de 1973, el demócrata Henry Kissinger, honrado nada menos que con el Premio Nóbel de la Paz, organizó junto a la CIA, el golpe de estado que colocó en el poder al fascismo chileno, en la persona del general Augusto Pinochet, y asesino a miles de chilenos.
Tres años después las democracias argentina y uruguaya eran abatidas y decenas de miles de jóvenes en esos países, eran simplemente “desaparecidos”.
Tras la masacre a la izquierda latinoamericana, los gobiernos de Estados Unidos pensaron que la democracia podía ser restaurada, porque ya no quedaban comunistas que la pusieran en peligro.
Pero he aquí que otros izquierdistas aparecían y ahora triunfaban en elecciones pluralistas, porque los pueblos se cansaron de seguir en manos de los administradores yankis que decían ser sus compatriotas.
Desde el radical Hugo Chávez, contra el que ensayaron un golpe de estado fallido, hasta el liberal Mel Zelaya, al que derribaron del poder, pero concientizando a un pueblo que salía a la calle para defender sus derechos.
De una manera u otra, en Argentina, en Bolivia, en Venezuela, en Uruguay, en Paraguay, en Brasil, en Ecuador, aparecían gobiernos que, con mayor o menor intensidad, se desmarcaban de la política norteamericana que, a la inversa, llegaba a su más deplorable ceguera con el gobierno de George W. Bush.
Es perfectamente coherente que (sean más o menos radicales) esos gobiernos todos, tienen una referencia en ese cambio de la historia que se inició, nadie lo dude, el 19 de abril de 1961, cuando los milicianos cubanos – obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales – abatían la tropa que, en Bahía de Cochinos, intentaba repetir la aventura guatemalteca de 1954, y que tenía su derrota definitiva en las arenas de Playa Girón. Hace ahora, cincuenta años.
La Revolución Cubana demostró que se podía. Nunca nos lo han perdonado.
(*) José Martí: “La Conferencia Monetaria de las repúblicas de América”, en Letras fieras, Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1981, p. 168.
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