SIGAMOS EXIGIENDO JUSTICIA, REPARACIÓN Y ANULACIÓN DE SENTENCIAS
Acostumbro a darme una vuelta mañanera cuando visito un lugar nuevo. Me gusta conocer el terreno que piso. No soy todavía como los leones que marcan con orina un territorio (sobre todo porque ando jodido de la próstata), aunque he de reconocer que tengo y he tenido amigos que regaron Malasaña y otros barrios madrileños de esa peculiar manera, cuando nos cerraban los baretos y emprendíamos la búsqueda infructuosa (la mayor parte de las veces) de una compañera que, por una o varias noches, compartiera con nosotros sus fluídos, sueños, cabreos y soledades.
Decía un diputado comunista uruguayo, cuyo nombre hoy no recuerdo, ni tampoco memorizó mi gran amigo Quintín Cabrera, que “las ciudades son libros que se leen con los pies“. Lo malo es que en las grandes urbes, sus habitantes, de tanto rozarse en avenidas, plazas y parques, no se saludan aunque sean vecinos de puerta o de edificio, y si lo hacen es con una especie de mugido que viene a ser como un “Buenas”, pero en irracional. Tan cercanos, pero tan apartados…
Los moradores de esas inmensas ciudades actúan al revés que en estas pequeñas urbes en las que no hay muchas personas, pero las pocas con las que te topas en la calle, tienen la buena costumbre de saludar con un sonoro “Buenos días, amigo”, aunque no te hayan visto en su vida, se presentan y te preguntan hasta dónde vives y trabajas.
Esta misma mañana, cuando me encaminaba a tomar un café en un establecimiento en el que jamás había entrado con anterioridad, me detuvo un anciano que caminaba apoyándose en su cayado (no era bastón de los que presume Antonio Gala). Si mediar palabra, sonriendo como un chaval al que no le han cazado mientras copiaba, me dice:
- ¿A que no sabe cuántos años tengo? Ande, diga un número – me conmina el anciano
Dudando ante el reto, calculando por sus arrugas, brillo en la mirada y aspecto desafiante, respondí:
- Por lo menos de 78 a 80, digo yo… – convencido de que era más o menos su edad
Se rió unos cinco segundos, demostrando un jolgorio impensable en un coetáneo de Madrid o Barcelona, mientras aclaraba ufano y sastisfecho:
- Hoy cumplo 88, aquí donde me ve – aseguró, señalando su figura desde la boina a los pies.
- Pues ¡felicidades abuelo¡ – respondí encantado por su jovialidad – Ahora mismo le invito a lo que quiera en este café
- Eso está hecho. ¿Me convida a un anís? – inquirió casi poniendo en duda mi ofrecimiento
Entramos en el local, limpio, confortable, en cuya barra atendía una hermosa moza de… bueno, de edad muy joven, que solícita y amablemente, mirándome con cierta curiosidad (jamás me había visto y el pueblo es pequeño) me dice:
- Hola, buenos días, Gregorio y compañía – aludiendo a mi persona – ¿Qué va a ser? ¿Estas de cumpleaños, no?
El buen hombre le tiró dos sonoros besos con la mano, pidió su anís y yo mi café “ristretto”, aunque en verdad precisé ”muy cortito, por favor”. Comencé a cantar “Cumpleaños Feliz”, a lo que se unieron la guapa trabajadora y dos clientes que también se hallaban sentados en la barra. Brindamos con anís, café, agua mineral y un zumo de naranja, charlamos y bromeamos sobre el mal tiempo que había presidido la Semana Santa de nuestros pecados.
LO QUE JAMÁS HA CONDENADO EL BORBÓN
Cuando salíamos del bar, Gregorio se volvió para estrecharme la mano. Con una mirada algo humedecida, que achaqué al efecto del anís, confiesa:
- ¿Puedo hablarte de tú? Yo sé que tu eres comunista. Te ví en muchas de las fiestas del PCE en Madrid. Soy de los malagueños que aún podemos decir que los asesinos de mi familia jamás pagaron su crimen. Los hijos de quienes mataron a mi padre Saturnino y a mi tío Juan, viven cerca de mi casa, sabiendo que soy Gregorio, el hijo de aquel republicano al que fusilaron una mañana de Noviembre de 1938. Yo tenía 18 años. Jamás lamentaron aquello. Son del PP, ya sabes, de esos que hablan mucho de terrorismo. Ellos sí que son los terroristas, que nunca pidieron perdón, ¡hostia¡… Al PP lo va a votar su p… madre. Y al PSOE, su p… padre. Son cerdos de la misma camada. Buen día tengas, aunque no me acuerde de tu nombre, pero sí de algunas cosas de dijiste en las fiestas. ¿No habrás cambiado, verdad?
No pude pronunciar ni una sola palabra mientras revelaba aquella canallada. Apreté su mano, le miré a los ojos y me despedí diciendo:
- Gracias por tu confianza, Gregorio. Creo que no he cambiado mucho. Como tú, que solo pides justicia y reconocimiento para tu familia. Eso que ninguno de los dos partidos defiende. Pero que sepas que somos miles, como tú, los que seguimos luchando por ello.
Y me alejé hacia la pensión, cantado aquello de: Una furtiva lágrima…
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