Las crisis de Libia y Japón eclipsan en los medios de comunicación a otra crisis crónica aún más grave: el hambre. Todas las semanas alguna organización humanitaria lanza un grito de alarma, un informe angustiado sobre la situación de extrema carencia de alimentos que sufre alguna nación empobrecida. Pero raramente aparecen reflejados en los periódicos y en los telediarios. El hambre es una noticia devaluada por repetida. E incómoda por desesperanzadora.
Días atrás el UNICEF denunciaba que 300.000 niños padecen los efectos de la subalimentación en Sierra Leona. Las alarmantes cifras que ofrecía justificarían una movilización internacional: un tercio de los niños de ese país tan castigado por la guerra pasa hambre, el 10 por 100 no alcanza el peso que le correspondería, el 7 por 100 acusa desnutrición aguda. Sin embargo, la noticia a penas tuvo eco.
Sierra Leona tiene el índice de mortandad infantil más alto del mundo. Una estadística digna de atención, aunque tan discutible como todas las que se elaboran en países sin estructuras estatales. Nadie cuenta los muertos. Nadie nos cuenta, tampoco, por qué mueren. Son datos recurrentes, desagradables, inútiles, desechados en el mercadeo diario de las informaciones. Parece que los periodistas aceptemos ese horror como algo consustancial al orden económico mundial, sin darnos cuenta de que nuestro silencio nos hace cómplices de una injusticia intolerable, de un crimen masivo. Sin que provoquemos un escándalo informativo no se moverá ningún gobierno del mundo enriquecido. Y esos 300.000 niños de Sierra Leona agonizarán, faltos de la alimentación precisa, morirán o sobrevivirán con serias limitaciones en su desarrollo. Pero sin que nadie lo sepa. El hambre es un secreto bien guardado.
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